jueves, 29 de octubre de 2009

Cruzar Garay

Cuando el Burro tendría cuatro o cinco años, sus padres se mudaron al barrio de San Cristóbal, a una calle como tantas otras, casi esquina con Juan de Garay.

Todas las actividades de su infancia se realizaban cruzando esta avenida, desde la concurrencia a la escuela hasta su diaria visita al club, donde, a criterio de sus padres, practicaba danzas folklóricas. El apodo surgió en esa etapa de su vida a causa de sus condiciones intelectuales y no, como años más tarde pretendiera, por sus atributos físicos.

El Burro iba obteniendo, como premio, más responsabilidades a medida que crecía. El día en que cumplió los siete años logró llegar hasta el almacén de la esquina a comprar galletitas. Los ocho fueron esperados con gran ansiedad ya que pudo bajar solo el cordón de la vereda, depositar sus pies en la calle frente a su casa y caminar hasta dar el paso triunfal sobre la vereda de enfrente. Pero Garay, esa tan ancha y con tanto tráfico, sólo le permitirían cruzarla cuando cumpliera los nueve.

Durante el año que debía transcurrir entre unas velitas y otras, su vereda se transformó en un laberinto de trescientos sesenta y cinco vallas, cada una de las cuales debía ser sorteada por él para llegar al anhelado momento. Así como los prisioneros delimitan la distancia que los separa de la libertad, así el Burro marcó cada día un pedazo de su vereda con tiza, cuadriculando las baldosas, rellenando de blanco la parte proporcional de las mismas correspondiente a esa jornada, como minúsculas rayuelas con el cielo de asfalto. Pronto se dio cuenta de que si seguía moviéndose de manera lineal llegaría a la meta a mediados de junio, quedando gran parte de los cuadrados sin rellenar.

Había convencido a su madre de no baldear su porción, pero, al extender la misma hacia los costados, debió agregar otras promesas de portarse más que bien a los efectos de obtener un nuevo espacio sucio de tiza.

Con la llegada del otoño, tanto las hojas secas de los árboles como los días húmedos y lluviosos mancharon y hasta borraron parte de su laberinto, razón por la cual, en un descuido de su padre, tomó una lata de pintura y, valiéndose de un pincel, se dedicó a garabatear nuevas cuadrículas con tal entusiasmo y esmero que, al verlo, sólo cabía pensar que estaba realizando su obra maestra.

En el mes de julio, la vereda parecía remendada con rayas que iban subiendo y bajando. Cuadrados, triángulos y otras figuras geométricas reemplazaron a las manchas de tiza en la demarcación de espacios temporales.

A principios de agosto murió la abuela. El burro lo recordaba perfectamente: fue un día nueve, como el de su cumpleaños, de modo que desde ese día hasta el tan deseado faltaban ciento cincuenta exactos.

Su madre se deprimió bastante con aquella muerte y ya no salió a baldear la vereda, de manera que el Burro no sólo siguió pintando cuadrados rojos, sino que hasta los rellenaba otra vez con tizas de colores que traía de la escuela.

Desde fines de septiembre en adelante el clima mejoró: desaparecieron las lluvias copiosas, reemplazadas por algún chaparrón inoportuno, y las hojas secas pasaron a ser un recuerdo ante la explosión de la naturaleza que iluminaba de verde los árboles.

Dentro de la casa, la muerte de la abuela y la depresión de la madre estaban causando problemas con el padre. Cada vez que estallaban las discusiones, el Burro tomaba su pincel y salía a la vereda.. Había descubierto su vena artística, así que los cuadrados que realizara desde octubre en adelante eran un poco más grande que los anteriores, lo que le permitía dibujar superhéroes en cada uno de ellos.

La maestra había citado a sus padres el día en que, en una composición sobre la vocación, mientras sus compañeros matizaban sus sueños de futuro con profesiones tradicionales como la medicina y la abogacía, y otras tan exóticas como trapecista o astronauta, el Burro escribió que su mayor ambición sería cruzar Garay. Este hubiera sido motivo suficiente para preocupar a padres menos conflictuados que los suyos, pero, salvo por una reprimenda maternal, todo quedó allí, de modo que el Burro pudo seguir con su laberinto veredil.

En diciembre, los negocios de la calle Garay se llenaron de adornos y de luces.

El Burro calculó que, dado que su cumpleaños sería el 9 de Enero, era posible que los ornamentos navideños siguieran en las vidrieras para que él pudiera tocarlos después de cruzar solo la calle Garay. Porque no era lo mismo hacerlo como en años anteriores, cuando su madre lo llevaba a elegir las luces coloridas que adornarían el árbol de navidad, que recorrer, a los nueve, los pasillos del bazar, con gesto arrogante, casi de adulto.

Sin embargo, ese año no habría árbol ni regalos, porque estaban de luto.

Esa mañana las discusiones subieron de tono y, como en otras oportunidades, el Burro tomó los pinceles y las tizas y salió a la vereda. Faltaban diecisiete cuadrados por llenar.

Diecisiete días, cuatrocientas ocho horas, veinticuatro mil cuatrocientos sesenta minutos, un millón cuatrocientos sesenta y ocho mil segundos. Estaba tan ensimismado con las cuentas, dado que su fuerte no eran las matemáticas, que casi no se dio cuenta de que su padre salía dando un portazo. Éste se acercó a su lado y le acarició la cabeza tristemente, para luego subir a su auto y marcharse.

Pasaron diez días más, lo que reducía la cifra a una semana.

Esa mañana llovía, la madre iba y venía por la casa guardando cosas en varias valijas.

Cuando terminó, cerró las ventanas y sacó las maletas a la calle, en donde los esperaba un taxi

Acomodó los bultos, hizo subir al niño junto a ella e indicó una dirección al taxista.

El Burro miró por la luneta trasera con desesperación, al ver cómo doblaban por la calle lateral sin cruzar Garay, ni siquiera a bordo del taxi.

El rostro

Lo compró en un viaje a Roma a mediados de l987.
Los alrededores del Vaticano tenían poco que envidiarle a los de la Basílica de Luján, simple variante itálica de nuestros telúricos feriantes, diseminando sus puestos sobre la vereda circular que conducía a la Capilla Sixtina.
Descubrió el camafeo sobre una montaña de baratijas. Era el rostro, de perfil, de una romana, hecho en un material plástico que brillaba en la oscuridad, colocado sobre un terciopelo rojo y engarzado en un aro de latón.
Al volver a la Argentina, se obsesionó con ese rostro, a pesar de saber que la imagen se repetía en los cientos de camafeos que se amontonaban en las mesas, al lado de las velas y de los llaveros con la cara de Juan Pablo II. Lo esculpió una y mil veces en su taller, rogando la gracia de repetir la historia de Pigmalión y Galatea.
Un día la encontró, en Caballito, en la parada del 136.
Ahora es su pareja, su mujer. Se siente satisfecho
Cuando camina a su lado, una luz intensa emana de ella. La gente los mira y ella los ignora, mirando hacia adelante, siempre hacia adelante, mostrándole a él su perfil izquierdo y ocultándole el otro, el que permanece pegado al terciopelo rojo.