lunes, 21 de diciembre de 2009

Ha florecido el naranjo

Te he abrazado y a partir de ahora tú me perteneces,
y cuando te levantes por la mañana
descubrirás que lo que digo es cierto.
-Walt Whitman

Es raro que un hombre se enamore de una muerta, sobre todo cuando pasó ignorándola todos los días de su vida. El desapego, el desinterés ante su cuerpo menudo y enfermizo, ese mirarla con ojos miopes, sin notar siquiera que ella procuraba demostrarle de mil maneras diferentes su amor.
Caminaban juntos por la calle Yatay, bordeada de naranjos silvestres, cuando salían del colegio y se separaban al llegar a Santa Fe, caminando desde allí media cuadra, cada uno hacia su casa.
Eran minutos en los que él se ufanaba por haber comprendido los teoremas y ella suspiraba por los poemas de Machado.
Las hojas secas que pisaban en otoño eran, para ella, alfombra dorada y, para él, basura hedionda.
Llegaron a adultos siendo él un moderno Don Juan que enhebraba romances en una larga soga, procurando no atarse, en tanto ella se afanaba por demostrar ante todos su interés por ese hombre, su admiración, su sometimiento a un amor no compartido y que muchos consideraban absurdo.
El se sentía molesto por esos comentarios esparcidos por doquier que le hacían aparecer como un insensible demonio, pero no podía hacer nada por acallarlos. Era como si esa mujer se hubiese propuesto complicarle la vida, robarle las ganas hasta de caminar por el barrio.
El trataba de explicarle a su propia madre por qué rechazaba a esa dulce muchacha con la que compartía valores, religión y antepasados caídos en un campo de concentración, para salir con esas mujerzuelas egresadas de un prostíbulo.
Cómo hacerle entender que esa figura esmirriada, de senos casi inexistentes y escaso vuelo intelectual, tenía en su vida la misma importancia que un mosquito. ¡Y vaya si le molestaban los mosquitos!
El había deseado su muerte, pero, cuando eso ocurrió, cuando vinieron a avisarle que su triste cuerpo yacía en el ataúd, tuvo un remordimiento tan grande que empezó a amarla como nunca hubiese sospechado siquiera que amaría a nadie.
“Cuando florezcan los naranjos seré tuya”, había dicho una vez cuando eran adolescentes, pero nunca sucedió, y ahora, cuando sólo los recuerdos se agolpaban en su mente, cuando ya no podrían fundirse en un beso, precisamente ahora, la quería.
Cambió drásticamente su forma de ser, compartiendo con la madre de Raquel, que así se llamaba la muchacha, escenas de la vida de la muerta.
Vio su álbum de mariposas pinchadas con alfileres y pensó que se mezclaban en su novia póstuma, la crueldad de un coleccionista y la curiosidad de un entomólogo.
Escuchó sus discos de Serrat y la entendió contestataria. Conoció a Sarita, su amiga del alma, y pudo a través de ella escudriñar su vida, algo que sin duda lamentaría.
Deploró conocer la existencia de Alfredo, su pareja prohibida. Supo que la proclamación de su amor por él, era tan sólo una pantalla para cubrir sus verdaderos sentimientos. Trató de entender lo incomprensible.
Escuchó las confidencias con naturalidad, como si lo supiese. Permitió que Sarita perforara su ego, al contar las burlas de Raquel ante su rechazo, y rió con ella.
Se acorazó con rapidez para evitar que surgiera a la luz su incredulidad, su rabia contenida.
Quiso conocer a Alfredo, pero Sarita no se lo aconsejó. Era casado, y estaría en problemas si admitiera lo sucedido.
Ese día volvió a pasar por Yatay, como antaño. Dentro suyo, algo se negaba a aceptar la realidad. Un aroma de azahares inundó el aire primaveral “Cuando florezcan los naranjos seré tuya”, había dicho Raquel.
Caminó despacio. Al llegar a Pellegrini, el espejo de la peluquería de Víctor le devolvió una imagen arrogante. Sacudió la cabeza, despojándose de las palabras recién escuchadas, y se obligó a considerarlas mal intencionadas.
Aspiró ese aroma cítrico que inundaba sus pulmones de pasado y se dirigió a la casa de la madre de Raquel para ver, por enésima vez, el álbum de mariposas.


Al entrar, sintió que algo punzante, como un alfiler, se le clavaba en el corazón y, con un suspiro, dejó de agitar las alas mientras aceptaba una taza de café.

jueves, 19 de noviembre de 2009

Don Atanor, el progresista

Desde la vereda del Café "Las Toninas" podía ver lo que ocurría en esa casa.
La silla, acostumbrada a mi acabalgamiento, respondía resoplando como un potrillo arisco. En la mesa, tallada por artistas de la calle inspirados por vahos de alcohol etílico, sobresalía un "BOCA CAMPEÓN", al lado de "NENÉ Y TITO" cruzados por una flecha viboreada. El mozo me acercó un moscato que bebí de un saque, con los ojos fijos en mi objetivo
La casa databa de fines del siglo XIX con frisos rebuscados y dos columnas grecorromanas sosteniendo una arcada, amparando del sol a una inmensa puerta pintada de negro brillante, lo mismo que las columnas. A mí me daba la impresión de un mausoleo, de una bóveda lóbrega con fantasmas añejos. Debía ser oscura. Oscura y muy húmeda ya que nunca abrían las ventanas. La cercanía con el cementerio le daba esa imagen irreal que todos comentaban en el boliche.
Yo llegaba todas las tardes y me quedaba sentado, tomando un trago y fumando un puro. Ese miércoles me dolía la cabeza, pensé en quedarme en mi casa pero, como un llamado irresistible, la costumbre me hizo poner mi raído traje gris y calarme el sombrero con la cinta negra hasta las orejas.
Llovía, las sillas y las mesas no estaban en la vereda y debí buscar ubicación adentro, cerca de la ventana. Me miraron como bicho raro, fijando los ojos en la cinta negra que cruzaba mi brazo y que informaba que hacía veinte años se me había ido la finadita. Me saqué el sombrero y lo dejé sobre la mesa, observé que llevaba adheridos unos pocos pelos blancos, de los pocos que aún cubrían mi cabeza.
-¿Un moscato, don Atanor?
Levanté la mirada y asentí con los ojos. Ahí estaba ahora, mirando, como todos los días.
Yo era algo así como "EL POLÍTICO" del pueblo, aunque mi partido, la Fuerza Progresista, nunca ganó una elección allí. Me afilié a él de joven, por el nombre. No soportaba a esos politiqueros detenidos en el tiempo.
¡Progreso! Eso era lo que le hacía falta al pueblo. Y respeto.
Una a una habían ido desapareciendo las reliquias del pasado. El corralón del Vasco, con sus caballos desparramando bosta que las viejas recogían prestamente para sus plantas, había dejado paso a un McDonald's con coca cola y hamburguesas en vez de leche fresca.
El Cine-Teatro Universal, había dado lugar a un shopping con escaleras mecánicas y cúpulas multicolores. Moderno, pero respetuoso. Sí, el progreso avanzaba, por eso yo, Atanor Santos, ex candidato a intendente del Municipio de La Aurífera, estaba decidido a acabar con esa casa.
¡Qué me venían con eso de "RESGUARDAR EL PATRIMONIO NACIONAL", o "LA HISTORIA DE LA AURÍFERA" y otras estupideces como esa. Tiraría abajo esa casona y aprovecharía el lote inmenso para poner juegos actuales, del tipo de los del Ital Park o del Parque Japonés, una gran lechería para que desayunen las obreritas que en las frías mañanas iban rumbo al taller y un café importante, no como esta pocilga que me albergaba todas las mañanas, con billar y todo, para los muchachos de la barra de la esquina.
¡Progreso! En 1993 yo sería el abanderado de esa lucha que llevaría al pueblo hacia el futuro. ¡Y con respeto!
Me llamó la atención el furgón de la cochería detenido frente a la casa. Por primera vez en mucho tiempo, ví abrirse la enorme puerta de dos hojas pintadas de negro y pude ver un salón con muebles antiguos. Me calé el sombrero, me levanté y salí, midiendo cada acto.
Instintivamente crucé la calle y entré en la casa, antes de que cerrasen la puerta.
La vieja me miró y me di cuenta de que no era el momento para hablar de la expropiación. No sabía qué decir en un velorio en el que ni siquiera conocía al muerto.
-¡Gracias por haber venido, Atanor!
La miré sin entender. ¿Quién era esa vieja decrépita, con ojos de lechuza y patas de tero?
-Soy Remedios… tu Remeditos -aclaró al darse cuenta de mi turbación.
¡No podía ser! Entonces… ¡la pasa de uva que se encontraba en el cajón, era ni más ni menos que Don Segismundo, quien otrora supo echarme a patada limpia de su casa cuando me presenté como pretendiente de la hija!
-¿Qué hacen aquí?
-¿Pero como?… pensé que habías venido por…
-En realidad…
-La fortuna de papá se evaporó, él sabrá cómo y no quiso que nadie lo supiera, por eso nos enclaustró en este pueblo. Hace treinta años y cinco meses que no salgo de la casa…
Le pedí que abriera la ventana, pero no aceptó. Era día de luto.
-¿Y quién vendrá al velorio si no lo comunicas?
-Ya estamos todos
Me llevó hacia la cocina y ahí estaban las tres hermanas, Soledad, Dolores y Angustias, tan viejas y lechuzonas como Remedios.
-Vino Atanor -dijo ésta.
-¡Oh! ¿Recuerdas cuando no te decidías a pedir la mano de una porque admirabas a todas?
-¡Pero pidió la mía! -aclaró Remedios.
-Yo hubiera hecho valer mis sentimientos, de haber sido la elegida -murmuró Angustias.
-¡Eras seis años mayor que él! ¿Lo recuerdas? -apuntó Dolores.- La que era más joven era yo, una niña, quizás por eso no se fijó en mí.
Me fui hacia donde estaba el cajón como para pedirle ayuda al finado, y creo que me inspiró, porque dije:
-Es una falta de respeto permanecer en un lugar mortuorio siendo que el difunto me ha prohibido la entrada en vida.
Y tomando mi sombrero puse los pies en polvorosa, cruzando la calle e instalándome nuevamente en el bar.
La puerta se cerró inmediatamente al salir yo.
Al segundo moscato, tomé la decisión. Convencería a las cuatro mujeres de vender la casa y hablaría con inversores de la Capital para cumplir mis sueños.
Ya lo veía, "Parque Recreativo Don Ata", con luces de colores; "Café de los Angelitos", como el de Buenos Aires; "Lechería La Atanora", donde toma leche hasta la lora.
Un hombre se sentó a mi lado.
-¿Así que pudo entrar, don Ata?
- Sí, fíjese lo que son las cosas, yo pensé que se habían mudado, pero ahí estaban todavía.
-¿Pudo hablar con ellas?.. Digo… en nombre del Partido…
-No, porque, vea, m'hijo, una de las hijas fue mi novia de juventud, y, entre nosotros, todavía anda loca por mí.
-Entonces… ¡Aproveche!... Se casa con ella y después… nos vende la casa.
-¿Casarme con el tero lechuzón?
-No será para tanto…donde hubo fuego, cenizas quedan… Es por el Partido, don Ata…
-Si es así, ¡lo haré!
Pasaron varios días en los que junté valor para cruzar nuevamente la calle.
-Remeditos…
-Sí, Ata…
-Vengo a terminar lo que quedó inconcluso hace cuarenta años.
-¿Qué decís?
-¡Que nos casamos!
-¡¡Eh!! ¡¡Cómo!! ¡¡Cuándo!! ¡¡ Dónde!!
- El martes que viene.
-En martes no te cases ni te embarques -viboreó Angustias.
-¡No seas zonza, ¿Qué vas a esperar? ¿La carroza? -alentó Soledad.
-Aceptado.
Y así fue como entré al Civil. Y a la Iglesia. Y a la sede del Partido, donde se hizo una distinguida recepción.
Me costó poco convencerlas de la venta, estaban hartas de ese mausoleo. Soledad, Dolores y
Angustias se compraron una pequeña quinta, con flores, árboles y sembradíos de verduras, para tomar todo el sol prohibido en treinta años y cinco meses.
Remedios y yo adquirimos una casa cerca de la calle principal, así yo podía seguir con mi costumbre de tomar mi moscato mientras miraba como el progreso demolía esos muros fantasmales.
Construían rápido el pozo, las paredes, los techos, como un enorme rompecabezas con albañiles subiendo y bajando.
Cuando llegué ese día, mi mesa estaba ocupada y debí sentarme afuera. El edificio parecía un poco grande para el Café de los Angelitos y la Lechería, pero quizás se dividiera adentro. Lo que no me convencía demasiado era el espacio destinado al Parque Japonés, un poco chico.
Mientras estaba mirando, bajaron un enorme cartel.
El hombre del Partido se me acercó y poniendo los dedos debajo de la solapa del saco me dijo:
-¿Y?, ¿Qué me cuenta, don Ata?, llegó el progreso…

El cartel se erguía ya sobre la fachada iluminada, y rezaba: "SAUNA Y CASA DE MASAJES DON ATA".

miércoles, 4 de noviembre de 2009

El camino de los sueños olvidados

El auto se deslizaba por la carretera con un zumbido de avispón gigante.
Los carteles de la ruta no tenían importancia. Tanto daba leer Cañada de Gómez o Corral de Bustos, como Villa María, más adelante.
El hombre era su auto, en una simbiosis extraña en la que se confundían el rugido del motor con el toc-toc acompasado de su corazón. En un recodo del camino hacia las sierras, el hombre quiso detenerse, o tal vez fue el auto, gris como el cabello de su propietario, el que lo deseó. Los árboles, plantados a cierta distancia unos de otros, se veían en la ruta como un curioso cortinado, luz de sol, árbol, luz de sol, árbol, centelleando como un flash en su cerebro.
Paró cerca de un álamo viejo, de madera tosca, pero erguido como él. Más atrás, la estación de trenes abandonada. Caminó entre los cardos que se adherían a su traje azul de corte impecable y aspiró el aroma de la retama que crecía salvaje. Pisó sin darse cuenta un charco escondido y ensució, muy a su pesar, sus zapatos italianos.
Había llegado al pueblo fantasma, el de las casas viejas y pobres, con arbolitos creciendo en las hendiduras de los techos, el de los sauces gigantes con hojas casi acuáticas de tanto acercarse al río; el pueblo, en fin, de su infancia.
El coche importado teñía con su gris metalizado su presente, enfrentándolo a esas ruinas tapizadas de vegetación lujuriosa y colorida como su juventud.
Las risas infantiles lo sacaron de sus elucubraciones y lo condujeron hacia el centro, donde se encontraba la plaza, rodeada de iglesia, municipio y estación de trenes, como en todos los pueblos.
Al fondo, se divisaba la cantera.
Dos chicos corrían entre fierros oxidados; uno de ellos tenía una sola zapatilla y saltaba con ella en una pierna, como una grotesca garza.
El polvo de la cantera los cubría, dándoles un aspecto fantasmagórico. El hombre se les acercó y ellos retrocedieron asustados.
Era extraño ver a un forastero por allí, desde que cerraron la cantera. Los habitantes se habían ido yendo en pos del trabajo con que sobrevivir, aunque quedaron algunos en espera del propio éxodo.
Una víbora se acercó reptando entre los matorrales. El hombre sacó el cordón de su zapato y, poniendo una rodilla en tierra, hizo un rápido movimiento que inmovilizó la boca del ofidio.
-¿Qué hace, Don? – preguntó uno de los chicos mirando el pantalón azul embarrado.
El hombre lo miró sonriendo, podría decirse que disfrutaba.
Los chicos se alejaron, y él con ellos, hacia el riacho. Los sauces, con sus ramas colgantes, lo devolvieron al pasado. Se sacó los zapatos, se recogió el pantalón y comenzó a chapotear, mientras los pequeños se miraban entre sí.
-¡Lindo coche, Don!
-¿Te gusta?
-¡Sí, Don!
-Es tuyo – dijo, y le dio las llaves, que el chico tomó ansiosamente.
El hombre se colgó de las ramas, balanceando su cuerpo sobre el agua. Los muchachitos abrieron la puerta del auto y se instalaron en él, tocando todos los botones del tablero y moviendo el espejo retrovisor hacia uno y otro lado, hasta que se cansaron.
La ruta se abría ante ellos como una gigantesca víbora que serpenteaba entre los cerros.
Así estuvieron por más de media hora, volante en mano, la mente en sueños.
Frotaban el tablero como si fuese la lámpara de Aladino, pidiendo la gracia de ser adultos, tener registro de conductor, un traje azul, zapatos italianos y ¡PLATA!, tanta plata como hojas tuviesen los árboles que bordeaban la ruta.
-¡Changos! ¿'ande están? – llamó la madre.
Bajaron rápidamente del auto y se dirigieron al riacho.
El hombre había improvisado una caña de pescar con un palito y el cordón del otro zapato. Podía ver sus pies descalzos debajo del agua cristalina.
-Las llaves, Don, gracias.
-¿No lo querés?
-Ahora no, después, pa' cuando crezca.
El hombre tomó las llaves y salió del río. Se arregló los pantalones que había arremangado, se calzó los zapatos sin cordones y volvió, lentamente, hacia su presente.

lunes, 2 de noviembre de 2009

Jugamos los mismos juegos

Uno es Uno desde que nace y se va haciendo más Uno a medida que conoce a Otro y su unidad concéntrica trata de diferenciarse, con gestos, con ideas, hasta que descubre al otro universal, y es entonces cuando se viste como el otro, gesticula como el otro y opina como el otro. Se masifica.
Uno piensa, cuando es chico, en la importancia de jugar los mismos juegos, lo que induce a concebir la idea de que el tiempo de ocio diario lo debe compartir con sus pares; así, Uno crece, y esa importancia se traslada al trabajo, al estudio y al poco ocio que le queda. Y es al final de la vida cuando Uno se transforma en Yo, y surge a borbotones la unicidad de sus pensamientos y acciones.
Ejemplo de ello era Don José, quien ya había cumplido ochenta y siete años, de los cuales solamente los cinco primeros habían usufructuado el Uno original.
Después fue otro… y otros… y todos.
Don José escuchó y no habló, votó y no eligió; condujo sus días como si fuesen un tren en el que él mismo era tan sólo un vagón arrastrado por una locomotora presurosa.
Trabajó, se casó y obedeció ciegamente a su mujer, una italiana enérgica y decidida.
Cuando cumplió los ochenta y siete, y en el momento preciso en que su esposa de ochenta y dos untaba la torta con dulce de leche, el dulce preferido por su nieto, él dijo:
- Quiero el divorcio.
La mujer siguió untando la torta y le pidió paso para llevarla a la heladera.
Esa noche llegaron sus hijos, yernos, nueras y nietos en tropel; lo besaron, le entregaron los regalos, que ponete el pullover a ver si te gusta, que te cambio la camisa, que fijate si te combina la corbata, y pasaron al comedor para instalarse frente al televisor, porque ya empezaba el partido de River y Boca.
Don José se atusó las puntas del bigote blanco, grande, casi arcaico, y repitió:
- Le dije a su madre que quiero el divorcio.
Sus yernos vociferaron el gol de Palermo, mientras una de sus hijas lo tomaba de la mano y lo instaba a sentarse para que no tapase la pantalla del televisor.
Rechazó el ofrecimiento y se fue, arrastrando las pantuflas, hacia el hall de entrada.
La puerta sin llave cedió bajo la presión de su mano y la vereda lo recibió como todas las noches, cuando salía a sacar la basura.
Más allá, la vereda tenía baldosones negros, luego, grises. Casi llegando a la esquina, los yuyos crecían extendiendo el baldío.
Fue hasta allí y cruzó, luego siguió, volvió a cruzar, dobló a la derecha. Cruzó otra vez, siguió y siguió. Se detuvo al llegar a la autopista. Estaba solo, la luna, redonda, tenía un velo brumoso a su alrededor. Los coches pasaban muy rápido, ejecutando una curiosa y monótona melodía. Zummm… Zummm… Zummm.
Se le acercó un perro flaco, al que acarició a pesar de las pulgas. Había comenzado a llover, pero no le molestaba; al contrario, sentía la lluvia como una sustancia reparadora que le sacaba capas casi geológicas de otros y otros que se habían ido apisonando sobre su piel de niño, y permitía que aflorara el Uno olvidado.
Elevó la cara al cielo y dejó que las manos de la noche se la lavaran y fregaran; que le sacaran esa rabia contenida durante más de ochenta años.
Así estuvo por un tiempo que creyó infinito, hasta que volvió a andar, energizado.
Siguió, siguió, luego cruzó, dobló a la izquierda, volvió a cruzar, siguió y pisó por fin los yuyos del baldío de la esquina. El perro caminaba detrás de él.
Don José abrió la puerta de su casa y juntos penetraron en el living.
El agua de la lluvia chorreaba por el pelaje del perro, mojando la alfombra.
El viejo tenía la ropa pegada a su cuerpo. Un grito de su yerno se elevó por sobre el rumor de la lluvia.
- ¡Goooooool!… ¡Goooooooooool!
Don José se acercó al grupo familiar, el perro permanecía expectante a su lado.
- ¡Andá a cambiarte, que estás todo mojado! ¡A quién se le puede ocurrir sacar la basura con esta lluvia! -gritó su mujer- ¿Y ese perro pulgoso? ¿De dónde lo sacaste?
- Es Uno, y a partir de ahora vivirá con nosotros.
Dicho esto, se sentó en el sillón de pana, así, como estaba, todo empapado, y permitió que Uno se sentara junto a él. Luego tomó el control remoto y, sin mirar a nadie, cambió el canal que transmitía el partido por uno de películas.
Estaban dando “Los Pájaros”, de Hitchcock, y a él le gustaba ese director.
Su yerno ahogó una protesta ante el pisotón que le dio su esposa; los demás se sentaron otra vez y lo miraron, perplejos, desconociéndolo. Su mujer fue hacia la cocina y le trajo una copita de licor, que Don José agradeció entre dientes, sin mirarla.
Luego, acarició al perro largamente mientras, en la pantalla, los pájaros atacaban a los habitantes del pueblo.

jueves, 29 de octubre de 2009

Cruzar Garay

Cuando el Burro tendría cuatro o cinco años, sus padres se mudaron al barrio de San Cristóbal, a una calle como tantas otras, casi esquina con Juan de Garay.

Todas las actividades de su infancia se realizaban cruzando esta avenida, desde la concurrencia a la escuela hasta su diaria visita al club, donde, a criterio de sus padres, practicaba danzas folklóricas. El apodo surgió en esa etapa de su vida a causa de sus condiciones intelectuales y no, como años más tarde pretendiera, por sus atributos físicos.

El Burro iba obteniendo, como premio, más responsabilidades a medida que crecía. El día en que cumplió los siete años logró llegar hasta el almacén de la esquina a comprar galletitas. Los ocho fueron esperados con gran ansiedad ya que pudo bajar solo el cordón de la vereda, depositar sus pies en la calle frente a su casa y caminar hasta dar el paso triunfal sobre la vereda de enfrente. Pero Garay, esa tan ancha y con tanto tráfico, sólo le permitirían cruzarla cuando cumpliera los nueve.

Durante el año que debía transcurrir entre unas velitas y otras, su vereda se transformó en un laberinto de trescientos sesenta y cinco vallas, cada una de las cuales debía ser sorteada por él para llegar al anhelado momento. Así como los prisioneros delimitan la distancia que los separa de la libertad, así el Burro marcó cada día un pedazo de su vereda con tiza, cuadriculando las baldosas, rellenando de blanco la parte proporcional de las mismas correspondiente a esa jornada, como minúsculas rayuelas con el cielo de asfalto. Pronto se dio cuenta de que si seguía moviéndose de manera lineal llegaría a la meta a mediados de junio, quedando gran parte de los cuadrados sin rellenar.

Había convencido a su madre de no baldear su porción, pero, al extender la misma hacia los costados, debió agregar otras promesas de portarse más que bien a los efectos de obtener un nuevo espacio sucio de tiza.

Con la llegada del otoño, tanto las hojas secas de los árboles como los días húmedos y lluviosos mancharon y hasta borraron parte de su laberinto, razón por la cual, en un descuido de su padre, tomó una lata de pintura y, valiéndose de un pincel, se dedicó a garabatear nuevas cuadrículas con tal entusiasmo y esmero que, al verlo, sólo cabía pensar que estaba realizando su obra maestra.

En el mes de julio, la vereda parecía remendada con rayas que iban subiendo y bajando. Cuadrados, triángulos y otras figuras geométricas reemplazaron a las manchas de tiza en la demarcación de espacios temporales.

A principios de agosto murió la abuela. El burro lo recordaba perfectamente: fue un día nueve, como el de su cumpleaños, de modo que desde ese día hasta el tan deseado faltaban ciento cincuenta exactos.

Su madre se deprimió bastante con aquella muerte y ya no salió a baldear la vereda, de manera que el Burro no sólo siguió pintando cuadrados rojos, sino que hasta los rellenaba otra vez con tizas de colores que traía de la escuela.

Desde fines de septiembre en adelante el clima mejoró: desaparecieron las lluvias copiosas, reemplazadas por algún chaparrón inoportuno, y las hojas secas pasaron a ser un recuerdo ante la explosión de la naturaleza que iluminaba de verde los árboles.

Dentro de la casa, la muerte de la abuela y la depresión de la madre estaban causando problemas con el padre. Cada vez que estallaban las discusiones, el Burro tomaba su pincel y salía a la vereda.. Había descubierto su vena artística, así que los cuadrados que realizara desde octubre en adelante eran un poco más grande que los anteriores, lo que le permitía dibujar superhéroes en cada uno de ellos.

La maestra había citado a sus padres el día en que, en una composición sobre la vocación, mientras sus compañeros matizaban sus sueños de futuro con profesiones tradicionales como la medicina y la abogacía, y otras tan exóticas como trapecista o astronauta, el Burro escribió que su mayor ambición sería cruzar Garay. Este hubiera sido motivo suficiente para preocupar a padres menos conflictuados que los suyos, pero, salvo por una reprimenda maternal, todo quedó allí, de modo que el Burro pudo seguir con su laberinto veredil.

En diciembre, los negocios de la calle Garay se llenaron de adornos y de luces.

El Burro calculó que, dado que su cumpleaños sería el 9 de Enero, era posible que los ornamentos navideños siguieran en las vidrieras para que él pudiera tocarlos después de cruzar solo la calle Garay. Porque no era lo mismo hacerlo como en años anteriores, cuando su madre lo llevaba a elegir las luces coloridas que adornarían el árbol de navidad, que recorrer, a los nueve, los pasillos del bazar, con gesto arrogante, casi de adulto.

Sin embargo, ese año no habría árbol ni regalos, porque estaban de luto.

Esa mañana las discusiones subieron de tono y, como en otras oportunidades, el Burro tomó los pinceles y las tizas y salió a la vereda. Faltaban diecisiete cuadrados por llenar.

Diecisiete días, cuatrocientas ocho horas, veinticuatro mil cuatrocientos sesenta minutos, un millón cuatrocientos sesenta y ocho mil segundos. Estaba tan ensimismado con las cuentas, dado que su fuerte no eran las matemáticas, que casi no se dio cuenta de que su padre salía dando un portazo. Éste se acercó a su lado y le acarició la cabeza tristemente, para luego subir a su auto y marcharse.

Pasaron diez días más, lo que reducía la cifra a una semana.

Esa mañana llovía, la madre iba y venía por la casa guardando cosas en varias valijas.

Cuando terminó, cerró las ventanas y sacó las maletas a la calle, en donde los esperaba un taxi

Acomodó los bultos, hizo subir al niño junto a ella e indicó una dirección al taxista.

El Burro miró por la luneta trasera con desesperación, al ver cómo doblaban por la calle lateral sin cruzar Garay, ni siquiera a bordo del taxi.

El rostro

Lo compró en un viaje a Roma a mediados de l987.
Los alrededores del Vaticano tenían poco que envidiarle a los de la Basílica de Luján, simple variante itálica de nuestros telúricos feriantes, diseminando sus puestos sobre la vereda circular que conducía a la Capilla Sixtina.
Descubrió el camafeo sobre una montaña de baratijas. Era el rostro, de perfil, de una romana, hecho en un material plástico que brillaba en la oscuridad, colocado sobre un terciopelo rojo y engarzado en un aro de latón.
Al volver a la Argentina, se obsesionó con ese rostro, a pesar de saber que la imagen se repetía en los cientos de camafeos que se amontonaban en las mesas, al lado de las velas y de los llaveros con la cara de Juan Pablo II. Lo esculpió una y mil veces en su taller, rogando la gracia de repetir la historia de Pigmalión y Galatea.
Un día la encontró, en Caballito, en la parada del 136.
Ahora es su pareja, su mujer. Se siente satisfecho
Cuando camina a su lado, una luz intensa emana de ella. La gente los mira y ella los ignora, mirando hacia adelante, siempre hacia adelante, mostrándole a él su perfil izquierdo y ocultándole el otro, el que permanece pegado al terciopelo rojo.