lunes, 21 de diciembre de 2009

Ha florecido el naranjo

Te he abrazado y a partir de ahora tú me perteneces,
y cuando te levantes por la mañana
descubrirás que lo que digo es cierto.
-Walt Whitman

Es raro que un hombre se enamore de una muerta, sobre todo cuando pasó ignorándola todos los días de su vida. El desapego, el desinterés ante su cuerpo menudo y enfermizo, ese mirarla con ojos miopes, sin notar siquiera que ella procuraba demostrarle de mil maneras diferentes su amor.
Caminaban juntos por la calle Yatay, bordeada de naranjos silvestres, cuando salían del colegio y se separaban al llegar a Santa Fe, caminando desde allí media cuadra, cada uno hacia su casa.
Eran minutos en los que él se ufanaba por haber comprendido los teoremas y ella suspiraba por los poemas de Machado.
Las hojas secas que pisaban en otoño eran, para ella, alfombra dorada y, para él, basura hedionda.
Llegaron a adultos siendo él un moderno Don Juan que enhebraba romances en una larga soga, procurando no atarse, en tanto ella se afanaba por demostrar ante todos su interés por ese hombre, su admiración, su sometimiento a un amor no compartido y que muchos consideraban absurdo.
El se sentía molesto por esos comentarios esparcidos por doquier que le hacían aparecer como un insensible demonio, pero no podía hacer nada por acallarlos. Era como si esa mujer se hubiese propuesto complicarle la vida, robarle las ganas hasta de caminar por el barrio.
El trataba de explicarle a su propia madre por qué rechazaba a esa dulce muchacha con la que compartía valores, religión y antepasados caídos en un campo de concentración, para salir con esas mujerzuelas egresadas de un prostíbulo.
Cómo hacerle entender que esa figura esmirriada, de senos casi inexistentes y escaso vuelo intelectual, tenía en su vida la misma importancia que un mosquito. ¡Y vaya si le molestaban los mosquitos!
El había deseado su muerte, pero, cuando eso ocurrió, cuando vinieron a avisarle que su triste cuerpo yacía en el ataúd, tuvo un remordimiento tan grande que empezó a amarla como nunca hubiese sospechado siquiera que amaría a nadie.
“Cuando florezcan los naranjos seré tuya”, había dicho una vez cuando eran adolescentes, pero nunca sucedió, y ahora, cuando sólo los recuerdos se agolpaban en su mente, cuando ya no podrían fundirse en un beso, precisamente ahora, la quería.
Cambió drásticamente su forma de ser, compartiendo con la madre de Raquel, que así se llamaba la muchacha, escenas de la vida de la muerta.
Vio su álbum de mariposas pinchadas con alfileres y pensó que se mezclaban en su novia póstuma, la crueldad de un coleccionista y la curiosidad de un entomólogo.
Escuchó sus discos de Serrat y la entendió contestataria. Conoció a Sarita, su amiga del alma, y pudo a través de ella escudriñar su vida, algo que sin duda lamentaría.
Deploró conocer la existencia de Alfredo, su pareja prohibida. Supo que la proclamación de su amor por él, era tan sólo una pantalla para cubrir sus verdaderos sentimientos. Trató de entender lo incomprensible.
Escuchó las confidencias con naturalidad, como si lo supiese. Permitió que Sarita perforara su ego, al contar las burlas de Raquel ante su rechazo, y rió con ella.
Se acorazó con rapidez para evitar que surgiera a la luz su incredulidad, su rabia contenida.
Quiso conocer a Alfredo, pero Sarita no se lo aconsejó. Era casado, y estaría en problemas si admitiera lo sucedido.
Ese día volvió a pasar por Yatay, como antaño. Dentro suyo, algo se negaba a aceptar la realidad. Un aroma de azahares inundó el aire primaveral “Cuando florezcan los naranjos seré tuya”, había dicho Raquel.
Caminó despacio. Al llegar a Pellegrini, el espejo de la peluquería de Víctor le devolvió una imagen arrogante. Sacudió la cabeza, despojándose de las palabras recién escuchadas, y se obligó a considerarlas mal intencionadas.
Aspiró ese aroma cítrico que inundaba sus pulmones de pasado y se dirigió a la casa de la madre de Raquel para ver, por enésima vez, el álbum de mariposas.


Al entrar, sintió que algo punzante, como un alfiler, se le clavaba en el corazón y, con un suspiro, dejó de agitar las alas mientras aceptaba una taza de café.

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