lunes, 2 de noviembre de 2009

Jugamos los mismos juegos

Uno es Uno desde que nace y se va haciendo más Uno a medida que conoce a Otro y su unidad concéntrica trata de diferenciarse, con gestos, con ideas, hasta que descubre al otro universal, y es entonces cuando se viste como el otro, gesticula como el otro y opina como el otro. Se masifica.
Uno piensa, cuando es chico, en la importancia de jugar los mismos juegos, lo que induce a concebir la idea de que el tiempo de ocio diario lo debe compartir con sus pares; así, Uno crece, y esa importancia se traslada al trabajo, al estudio y al poco ocio que le queda. Y es al final de la vida cuando Uno se transforma en Yo, y surge a borbotones la unicidad de sus pensamientos y acciones.
Ejemplo de ello era Don José, quien ya había cumplido ochenta y siete años, de los cuales solamente los cinco primeros habían usufructuado el Uno original.
Después fue otro… y otros… y todos.
Don José escuchó y no habló, votó y no eligió; condujo sus días como si fuesen un tren en el que él mismo era tan sólo un vagón arrastrado por una locomotora presurosa.
Trabajó, se casó y obedeció ciegamente a su mujer, una italiana enérgica y decidida.
Cuando cumplió los ochenta y siete, y en el momento preciso en que su esposa de ochenta y dos untaba la torta con dulce de leche, el dulce preferido por su nieto, él dijo:
- Quiero el divorcio.
La mujer siguió untando la torta y le pidió paso para llevarla a la heladera.
Esa noche llegaron sus hijos, yernos, nueras y nietos en tropel; lo besaron, le entregaron los regalos, que ponete el pullover a ver si te gusta, que te cambio la camisa, que fijate si te combina la corbata, y pasaron al comedor para instalarse frente al televisor, porque ya empezaba el partido de River y Boca.
Don José se atusó las puntas del bigote blanco, grande, casi arcaico, y repitió:
- Le dije a su madre que quiero el divorcio.
Sus yernos vociferaron el gol de Palermo, mientras una de sus hijas lo tomaba de la mano y lo instaba a sentarse para que no tapase la pantalla del televisor.
Rechazó el ofrecimiento y se fue, arrastrando las pantuflas, hacia el hall de entrada.
La puerta sin llave cedió bajo la presión de su mano y la vereda lo recibió como todas las noches, cuando salía a sacar la basura.
Más allá, la vereda tenía baldosones negros, luego, grises. Casi llegando a la esquina, los yuyos crecían extendiendo el baldío.
Fue hasta allí y cruzó, luego siguió, volvió a cruzar, dobló a la derecha. Cruzó otra vez, siguió y siguió. Se detuvo al llegar a la autopista. Estaba solo, la luna, redonda, tenía un velo brumoso a su alrededor. Los coches pasaban muy rápido, ejecutando una curiosa y monótona melodía. Zummm… Zummm… Zummm.
Se le acercó un perro flaco, al que acarició a pesar de las pulgas. Había comenzado a llover, pero no le molestaba; al contrario, sentía la lluvia como una sustancia reparadora que le sacaba capas casi geológicas de otros y otros que se habían ido apisonando sobre su piel de niño, y permitía que aflorara el Uno olvidado.
Elevó la cara al cielo y dejó que las manos de la noche se la lavaran y fregaran; que le sacaran esa rabia contenida durante más de ochenta años.
Así estuvo por un tiempo que creyó infinito, hasta que volvió a andar, energizado.
Siguió, siguió, luego cruzó, dobló a la izquierda, volvió a cruzar, siguió y pisó por fin los yuyos del baldío de la esquina. El perro caminaba detrás de él.
Don José abrió la puerta de su casa y juntos penetraron en el living.
El agua de la lluvia chorreaba por el pelaje del perro, mojando la alfombra.
El viejo tenía la ropa pegada a su cuerpo. Un grito de su yerno se elevó por sobre el rumor de la lluvia.
- ¡Goooooool!… ¡Goooooooooool!
Don José se acercó al grupo familiar, el perro permanecía expectante a su lado.
- ¡Andá a cambiarte, que estás todo mojado! ¡A quién se le puede ocurrir sacar la basura con esta lluvia! -gritó su mujer- ¿Y ese perro pulgoso? ¿De dónde lo sacaste?
- Es Uno, y a partir de ahora vivirá con nosotros.
Dicho esto, se sentó en el sillón de pana, así, como estaba, todo empapado, y permitió que Uno se sentara junto a él. Luego tomó el control remoto y, sin mirar a nadie, cambió el canal que transmitía el partido por uno de películas.
Estaban dando “Los Pájaros”, de Hitchcock, y a él le gustaba ese director.
Su yerno ahogó una protesta ante el pisotón que le dio su esposa; los demás se sentaron otra vez y lo miraron, perplejos, desconociéndolo. Su mujer fue hacia la cocina y le trajo una copita de licor, que Don José agradeció entre dientes, sin mirarla.
Luego, acarició al perro largamente mientras, en la pantalla, los pájaros atacaban a los habitantes del pueblo.

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