miércoles, 4 de noviembre de 2009

El camino de los sueños olvidados

El auto se deslizaba por la carretera con un zumbido de avispón gigante.
Los carteles de la ruta no tenían importancia. Tanto daba leer Cañada de Gómez o Corral de Bustos, como Villa María, más adelante.
El hombre era su auto, en una simbiosis extraña en la que se confundían el rugido del motor con el toc-toc acompasado de su corazón. En un recodo del camino hacia las sierras, el hombre quiso detenerse, o tal vez fue el auto, gris como el cabello de su propietario, el que lo deseó. Los árboles, plantados a cierta distancia unos de otros, se veían en la ruta como un curioso cortinado, luz de sol, árbol, luz de sol, árbol, centelleando como un flash en su cerebro.
Paró cerca de un álamo viejo, de madera tosca, pero erguido como él. Más atrás, la estación de trenes abandonada. Caminó entre los cardos que se adherían a su traje azul de corte impecable y aspiró el aroma de la retama que crecía salvaje. Pisó sin darse cuenta un charco escondido y ensució, muy a su pesar, sus zapatos italianos.
Había llegado al pueblo fantasma, el de las casas viejas y pobres, con arbolitos creciendo en las hendiduras de los techos, el de los sauces gigantes con hojas casi acuáticas de tanto acercarse al río; el pueblo, en fin, de su infancia.
El coche importado teñía con su gris metalizado su presente, enfrentándolo a esas ruinas tapizadas de vegetación lujuriosa y colorida como su juventud.
Las risas infantiles lo sacaron de sus elucubraciones y lo condujeron hacia el centro, donde se encontraba la plaza, rodeada de iglesia, municipio y estación de trenes, como en todos los pueblos.
Al fondo, se divisaba la cantera.
Dos chicos corrían entre fierros oxidados; uno de ellos tenía una sola zapatilla y saltaba con ella en una pierna, como una grotesca garza.
El polvo de la cantera los cubría, dándoles un aspecto fantasmagórico. El hombre se les acercó y ellos retrocedieron asustados.
Era extraño ver a un forastero por allí, desde que cerraron la cantera. Los habitantes se habían ido yendo en pos del trabajo con que sobrevivir, aunque quedaron algunos en espera del propio éxodo.
Una víbora se acercó reptando entre los matorrales. El hombre sacó el cordón de su zapato y, poniendo una rodilla en tierra, hizo un rápido movimiento que inmovilizó la boca del ofidio.
-¿Qué hace, Don? – preguntó uno de los chicos mirando el pantalón azul embarrado.
El hombre lo miró sonriendo, podría decirse que disfrutaba.
Los chicos se alejaron, y él con ellos, hacia el riacho. Los sauces, con sus ramas colgantes, lo devolvieron al pasado. Se sacó los zapatos, se recogió el pantalón y comenzó a chapotear, mientras los pequeños se miraban entre sí.
-¡Lindo coche, Don!
-¿Te gusta?
-¡Sí, Don!
-Es tuyo – dijo, y le dio las llaves, que el chico tomó ansiosamente.
El hombre se colgó de las ramas, balanceando su cuerpo sobre el agua. Los muchachitos abrieron la puerta del auto y se instalaron en él, tocando todos los botones del tablero y moviendo el espejo retrovisor hacia uno y otro lado, hasta que se cansaron.
La ruta se abría ante ellos como una gigantesca víbora que serpenteaba entre los cerros.
Así estuvieron por más de media hora, volante en mano, la mente en sueños.
Frotaban el tablero como si fuese la lámpara de Aladino, pidiendo la gracia de ser adultos, tener registro de conductor, un traje azul, zapatos italianos y ¡PLATA!, tanta plata como hojas tuviesen los árboles que bordeaban la ruta.
-¡Changos! ¿'ande están? – llamó la madre.
Bajaron rápidamente del auto y se dirigieron al riacho.
El hombre había improvisado una caña de pescar con un palito y el cordón del otro zapato. Podía ver sus pies descalzos debajo del agua cristalina.
-Las llaves, Don, gracias.
-¿No lo querés?
-Ahora no, después, pa' cuando crezca.
El hombre tomó las llaves y salió del río. Se arregló los pantalones que había arremangado, se calzó los zapatos sin cordones y volvió, lentamente, hacia su presente.

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